
Cuando hay humo, el aire se mide desde su falta, desde aquello que te quitan. Lo curioso del humo es que es un rastro que imita fielmente a aquello de dónde provino. El humo se parece, perturbadoramente a la llama. Del proceso, queda a su vez carbón. Una condensación oscura como un lago negro, una pesadilla fría, que al arrastrarse como un gusano, deja tras de sí un rastro que también imita fielmente al humo, y que a su vez, podría ser también fuego.
Agua.
Nubes.
Algo que parece más real en el rastro que en la presencia, como alguien que se fía más de su sombra que de su cuerpo. Una foto imposible. Un gusano, que aparece cuando se abandona al trabajo de la materia, cuando un proceso retorna en base a su intuición, a su forma más precisa, la irreconocible.
La hoja se cubre por completo de humo, y algunas líneas disipan la llama, abren en rasguños blancos un poco de aire, el suficiente para saber que escasea. Como ante un mareo, la vista se nubla, acontece una pérdida de precisión de la forma. Sólo nos queda el gesto.
Mancho, trazo, retiro, suavizo, levanto. Me muevo de tal forma que solo permanezco idéntica a mí misma.
Devengo sismógrafo, afirmar que soy yo quien se mueve es impreciso. Inerte yo, el mundo tose, masculla, se raspa, se evapora. Lo registro, como el más íntimo de los diarios, el que no me devele.


